El siglo XVIII trajo consigo un gran desarrollo en las colonias que España tenía en América:
El mayor número de habitantes oriundos e inmigrados, más riquezas e instituciones educativas, auge de la pintura, incremento de las letras y una impresionante proliferación de monumentos arquitectónicos. De ahí que la capital de México, por ejemplo, se ganara el nombre de “Ciudad de los palacios”-malamente puesto en boca del Barón Von Humboldt-
Pero es indudable que fue Ia pobreza lo que más se desarrolló en México durante Ia tan ilustrada e iluminada centuria. No de otro modo se explican Ias nutridas huestes que Ios insurgentes Iograron llevar a Ios campos de batalla a partir de 1810.
Lo que sucede es que Ia riqueza fue a parar tan sólo a manos de unos cuantos, quienes tuvieron de sobra para pagar Ia bicoca que se requería para sufragar una mano de obra excedente que Ia sociedad colonial fue incapaz de atender.
Nada de raro tiene entonces que dos de Ios edificios más caros erigidos en Guadalajara en Ias proximidades deI año 1800 hayan tenido por destino Ia beneficencia pública. EI primero de ellos, que ocupó dos manzanas enteras, fue el hospital concebido por el obispo Antonio Alcalde con el objetivo de atender a los muchos enfermos habidos durante aquel "año deI hambre " -1785-, resultado de Ia sequía y Ias heladas prematuras y extemporáneas de 1784.
Como Alcalde era un hombre tan austero, el llamado "Hospital de Belén" buscó ser por encima de todo funcional, como fue también el caso deI Santuario de Guadalupe y Ias casitas para obreros y artesanos pobres que el propio prelado mandó construir.
El segundo edificio fue proyecto de otro obispo tapatío, Juan Cruz Ruiz de Cabañas y Crespo, cuya pretensión era proteger a Ia enorme cantidad de desposeídos que, aI comenzar el siglo XIX, pululaban por Ias caIles de GuadaIajara. La verdad es que Ias hambrunas de "Ios de abajo" se habían vuelto persistentes. Sólo que Cabañas resultó ser mucho más pretencioso que Alcalde, y para dejar una obra de mayor realce, contrató para el diseño deI edificio al valenciano Manuel Tolsá, el más pretendido de los arquitectos que había entonces en México.
Tolsá nunca vino a Guadalajara, pero mediante el estipendio deI caso se dice que diseñó personalmente la cúpula de Ia nave principal, supervisó el proyecto completo y recomendó a uno de sus hombres de mayor confianza, José Gutiérrez, para que fuese traído a Guadalajara y ejecutara Ia obra.
¡De qué magnitud sería Ia miseria entonces, que se dedicaron cuatro manzanas para construir el enorme edificio!
Cabañas llegó a Guadalajara en 1796, después de que su antecesor inmediato, el señor Esteban Lorenzo de Tristán, muriera en Jalostotitlán en diciembre de 1794, antes de su arribo a Ia sede mitral.
A Ia necesidad patente de dar albergue a tanto menesteroso -lo que pudo constatar Cabañas durante sus visitas pastorales a todo el obispado-, se le sumó el testamento que había hecho en 1767 el comerciante catalán José Llorens y Comelles, dejando sentado que, a su muerte, ocurrida precisamente alrededor de 1794, "una vez deducidos deI total de sus bienes unos ciertos legados", se invirtiera el resto en erigir y mantener un hospital y una casa de expósitos que fuesen administrados por Ia Mitra.
El rey firmó dos cédulas, en 1796-1797, autorizando y urgiendo Ia creación de Ia tal casa de expósitos, pero resultó imposible acordar eI sitio donde erigiría. En consecuencia, en 1800 el capital en cuestión pasó a ser administrado por Ia Real Audiencia, -y se empezó a concebir y preparar lo necesario para Ia construcción de lo que sería Ia Casa de Ia Misericordia, donde, con autorización real de 1803, no se albergaría únicamente a expósitos, sino también:
ancianos de ambos sexos, lisiados, enfermos habituales y sus mujeres e hijos pequeños; los huérfanos desamparados, o hijos de quienes no puedan darles educación por su pobreza; los niños y niñas que no pasen de diez años, a quienes los padres quieran poner por corrección pagando lo justo para alimento, y los caminantes pobres, previa licencia del gobierno, por sólo dos días, con tal que no pidan limosna.
La construcción propiamente dicha se inició en 1806, para lo que Gutiérrez contó con Ia valiosa colaboración de Pedro Ciprés, alarife de Mezquitán tan famoso como su padre, cuya mano se hizo presente en casi todos Ios edificios de ese tiempo. El 10. de febrero de 1810, todavía inconclusa, fueron recibidos en Ia Casa Ios primeros huérfanos y desvalidos. Todo iba bien, pero sobrevino Ia irrupción de Ios independentistas.
José Antonio "el Amo" Torres y Iuego el propio Miguel Hidalgo, respetaron Ia gran Casa, pero no el brigadier José de Ia Cruz, quien al recuperar Guadalajara echó fuera a sus inquilinos y Ia convirtió en ciudadela, lo que ocasionó el consecuente maltrato y deterioro de lo que había.
Prisciliano Sánchez, el primer gobernador que tuvo Jalisco conforme a su constitución particular, hizo denodados esfuerzos para que el "hospicio" fuese acabado de construir y recobrara su función original, pero resultaron vanos porque Ia autoridad militar no abandonó el recinto hasta principios de 1828. De inmediato se emprendieron Ios trabajos para tornar habitable el inmueble, y en febrero de 1829, éste reasumió sus funciones. Sólo que ahora, por el carácter provisional, se dedicaría en exclusiva a Ia niñez, aunque nada más hubo recursos para admitir a poco más de 40 infantes.
Gutiérrez había vuelto a Guadalajara en 1826, mas no continuó la obra cuya cúpula había quedado pendiente. En cambio sí dejó entonces Ias enseñanzas necesarias a Manuel Gómez Ibarra, a quien patrocinó desde 1836 El obispo Diego de Aranda y Carpinteiro para que, poco a poco, le fuera dando fin a Ia Casa.
Vale recordar que para 1842 iba bien la cúpula, cuando una de esas famosas "culebras" de agua -que ocasionalmente azotan a Guadalajara- causó tales daños que fue necesario recomenzar. Como quiera, a fin de cuentas se logró construir esa cúpula calificada por Eduardo Gibbon de "sorprendente por su equilibrio, sus proporciones y su hermosura clásica".
Finalmente, en 1845 la magna obra quedó totalmente concluida. Era una trama de 23 patios que, según el decir deI arquitecto tapatío Ignacio Díaz-Morales:
nos hace recordar Ia Parrilla Escurialense; mas no solamente es un recuerdo formal, sino un paralelismo de conceptos espirituales, de primacía de lo espiritual, de jerarquía de los valores humanos a Ia luz de ese principio; en fin, toda una manera de ser, proyectada en !as composiciones espaciales, generosas, jocundas.
Es importante señalar que los primeros patios y corredores son más pequeños que los siguientes, en virtud de que estaban dedicados a inquilinos de menor edad. De esta manera, el edificio se torna muy versátil también para Ias funciones actuales de instituto cultural, pero Ia parte medular y de mayor valía es Ia capilla con todo y su cúpula.
Así mismo, el arquitecto Díaz- Morales, afirma que:
tiene un aparejo y trazado ligero, elegante, atrevido, de lo mejor del mundo, y guarda una gran armonía de proporción con el edificio, tanto por el interior como por el exterior, valiéndose de un elemento nunca visto en cúpulas y aquí muy inteligentemente usado, cual es la transición mediante una sección esférica entre el círculo y las pechinas, y otro de menor diámetro, en armónica proporción con el edificio, que es el desplante de la columnata de la cúpula.
Además, en esta cúpula pintó José Clemente Orozco, en 1939, Ia mejor expresión deI muralismo mexicano: El hombre de fuego, una alegoría de Ia existencia realizada magistralmente.
El recio trazado de Ia capilla es también impresionante:
dos brazos cortos y dos largos: los largos eran para los niños [...] el de atrás para Ias religiosas y el del frente para el público; es de traza en estilo toscano, amenizado por arcos tapiados [...] que ciertamente invitan a que haya algún retablo entre ellos o algún elemento al que hagan marco.
Ahí están precisamente Ios demás frescos que Orozco "empezó a pintar en 1938, soberbias manifestaciones plásticas de lo que su autor pensaba de su tiempo y de su historia.
EI optimismo que pudo traer la terminación de Ia Casa en 1845 se derrumbó al año siguiente, cuando se convirtió de nueva cuenta en cuartel y, en 1852, con la firma del llamado “Plan del Hospicio”, que acabó llevando a Antonio López de Santa Anna, por última vez, a la presidencia de la República.
En 1853, nueve años después de haberse establecido en México, llegaron a Guadalajara las primeras Hermanas de la Caridad, cuyo desempeño les valió para que, un bienio más adelante, se les encomendara la administración del recientemente recuperado Hospicio. Pero permanecieron en él únicamente hasta 1874, cuando todas ellas fueron expulsadas del país por el presidente Sebastián Lerdo de Tejada.
Les habrían de tocar tiempos difíciles a las Hermanas, como fueron los sitios que sufrió Guadalajara a lo largo de la Guerra de Reforma (1858-1860) -durante los cuales, tanto liberales como conservadores, respetaron siempre la venerable Casa- y la ulterior desamortización de bienes eclesiásticos, que le ocasionó la pérdida de algunos ranchos y haciendas, así como el fraccionamiento de su espléndida huerta. No obstante, al retirarse las religiosas de la institución, ésta albergaba a más de 600 asilados.
De las Hermanas se pasó al gobierno mayoritario de señoritas hasta 1894, y de viudas a partir de ese año, nombradas todas directamente por el gobernador del estado. Hubo entre ellas de todo: desde la mano dura hasta la suave; desde la abnegación y entrega de quien incluso murió a causa de la tifoidea que asoló a Guadalajara en 1879, hasta la vocación por satisfacer con las internas de mejor ver las ansias de catrines citadinos, lo que dio lugar, al saberse, a un escándalo de proporciones enormes.
La verdad es que los tapatíos han sentido desde siempre un gran respeto por cualquier institución de beneficencia, pero de manera muy especial por el Hospicio Cabañas. Así se explica que, no obstante la cancelación del clero de toda su ayuda al salir las Hermanas de la Caridad en 1874 y la suspensión de recursos por parte de los gobernadores Ceballos en 1876, Tolentino en 1883 y Curiel en 1893, la institución pervivió con recursos suficientes gracias a la ayuda de particulares, como fue el caso de los miembros de la Asociación Protectora de la Casa de Cuna. De hecho, entre todos los gobernadores habidos durante el porfiriato, solamente el general Ramón Corona-el menos porfirista de ellos-dejó un buen recuerdo en el Hospicio.
Como quiera que sea, en 1910 la Casa sostenía con mucho decoro a 672 internos: 28 niños de cuna, 150 de párvulos, 327 entre 7 y 12 años, 125 mayores de 12 años y 42 ancianos.
La Revolución incrementó el número de candidatos a vivir en Ia Casa, pero disminuyó el monto de los recursos hasta descender a verdaderas penurias, circunstancia de Ia que se recuperó con excesiva lentitud a partir de los anos veinte. La situación no se consolidó hasta que el gobernador en turno tuvo Ia atingencia de nombrar directora en 1947 a una joven excepcional: Asunción García Sancho, quien dirigió el destino de Ia Casa hasta su fallecimiento.
Esta narración termina cuando el Hospicio dejó de serlo. En 1982 se terminó una edificación especial para el caso, de acuerdo con los requerimientos modernos, y Ia entrañable casona que había mandado erigir el obispo Cabañas, pasó a ser la sede de un Instituto Cultural de su mismo nombre, patrocinado por el gobierno de Jalisco, lo que dio lugar a que se desarrollara en su seno una actividad educativo artística muy intensa y productiva, y se le diera cobijo a una parte muy importante de la obra de Orozco. Finalmente, en 1992 “el Cabañas” se convirtió en sede de la Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco.
Fuente: México en el Tiempo No. 9 octubre-noviembre 1995