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¡Adiós, adiós!

J. Carlos Gutiérrez/ Pulso



Luego de ser un icono de la modernidad en los años setenta, la Central Camionera entró en decadencia por conflictos monetarios entre los poderosos del autotransporte.

Entre viajeros con apuro, taquilleras pescando clientes mientras se liman las uñas y equipajeros moviendo diablitosy esquivando gente rumbo a la salida, la agitada vida de la Central Camionera transcurrió hasta 1992, cuando los poderosos del autotransporte olvidaron la encomienda de José Antonio Padilla Segura aquél lejano 13 de junio de 1970: “Trabajar unidos en beneficio de México”. 

Aunque Quintín Rodríguez presidió durante varios años el Consejo de Administración de la Sociedad Plan de San Luis, el hombre detrás “del trono” era Salvador Sánchez Alcántara, socio mayoritario del Grupo Estrella Blanca, empresa que además de ser propietaria de los mejores espacios de la terminal, poseía propiedades en los alrededores, como la Paquetería Estrella Blanca -situada en la calle Costado Sur y Dolores Jiménez y Muro- muy poderosa cuando Estafeta, Federal Express y UPS aún no se asomaban al mercado local de la mensajería. 

El hijo de Quintín Rodríguez evita contar los motivos que llevaron al declive de la Central Plan de San Luis, apenas esboza una escena: “Lo que pasa es que hubo discordia entre camioneros, una nueva línea de lujo propiedad de Rafael Herrera, quien ya tenía inversiones en la línea Flecha Amarilla, quiso operar en la central (Enlaces Terrestres Nacionales, ETN) y exigió andenes y oficinas para que operara, pero la Sociedad Plan de San Luis no quiso cederle espacios. Salvador Sánchez Alcántara le dijo a Rafael: Me voy contigo. Y se llevaron el grupo Estrella Blanca a la nueva central”. 

Pero testimonios de trabajadores y ex trabajadores de Estrella Blanca recopilados para este reportaje afirman que hubo conflicto de intereses entre Salvador, Quintín y otros socios del grupo, pues Salvador Sánchez Alcántara también era inversionista de ETN. “Él mismo le estaba haciendo competencia a Estrella Blanca, el grupo que ya le había dado una fortuna”, afirma un empleado que pide no ser identificado por temor a ser despedido. 

Ante la negativa de la Sociedad Plan de San Luis y acostumbrado a no recibir un “no” como respuesta, Sánchez Alcántara y otros inversionistas de una línea “futurista”, que incluía corridas directas en camiones más grandes, asientos más espaciosos, con servicio de cafetería, televisión y salas de espera exclusivas para sus clientes, buscaron otro lugar dónde establecerse. 

Lo hallaron en un terreno de menos de 2 hectáreas a orillas de la carretera a México -que rentaron a un particular- con vialidades inútiles para transportes de grandes dimensiones. Los accionistas de Flecha Amarilla se convirtieron allí en el mandamás y denominaron Terminal Terrestre Potosina a una raquítica central sin suficientes dormitorios, locales y andenes que apenas ofrecía el servicio a los viajeros. 

Aunque la mayoría de las 23 líneas de autotransporte que operaban en la Central Camionera Plan de San Luis continuaron allí sus operaciones, pronto comenzaron a buscar espacios en la TTP. Los transportistas tenían que seguir la corriente y adaptarse a las nuevas condiciones que el grupo hegemónico del gremio imponía. TTP inició operaciones en 1993. 

Otros socios vendieron sus autobuses a los más poderosos y estos a su vez se fusionaron con nuevas líneas de autotransporte; otras más simplemente desaparecieron del mapa y así, la Plan de San Luis fue quedándose sin el barullo de personas que la caracterizaba. 

“Cuando la central dejó de dar servicio, Estrella Blanca ocupó el inmueble, puso ahí sus oficinas, un centro de capacitación y talleres hasta 2006 cuando el inmueble se vendió a particulares. El resto es ya conocido: humedad, desolación, vidrios rotos, muros rayados con grafiti y la indiferencia de los automovilistas que pasan a su lado por la ahora llamada Avenida Salvador Nava. 

COLOSO AGÓNICO 

Una pesada puerta de fierro color verde resguarda los accesos a la vieja terminal de autobuses. 

En el gran patio de maniobras, una plancha de cemento parchada con asfalto, muy dañada por el peso de los autobuses que la atravesaron, pero también por el tiempo imperdonable. 

A lo lejos se divisaba el largo techo en forma de cono de los andenes, cuyas columnas aún lucían los rótulos de las líneas camioneras que arribaban. Detrás del imponente techado y lo largo de la terminal, nopaleras, bugambilias y araucarias son mecidas por la ventisca de febrero, y que tras cuatro décadas se resisten a morir porque así es la naturaleza, caprichosa. 

Adentro, en sus otrora modernos pasillos de piso de granito y relucientes paredes blancas hay humedad, moho y grafitis de jovenzuelos que se aventuraron a colarse al edificio una noche de ocio. Ya no están los flamantes rótulos de Correos y Telégrafos en el pasillo de la Primera Sala, ni las mesas que había en el restaurante Plan de San Luis y esa barra de acero por la que desfilaron miles de comensales. Arriba, en la planta alta, el pasillo de los numerosos dormitorios es más tétrico que el del hotel “Overlook”, de la película “El Resplandor”, donde un niño se aparece paseando en su triciclo. 

La luz invernal se va pronto y la Central Camionera comienza a hundirse en la oscuridad: oficinas, escaleras, dormitorios y baños se tornan más desoladores aún. Aquél árbol del pozo de luz del restaurante, que era celosamente cuidado por los jardineros y que creció huérfano después, se eleva a gran altura, parece ser el único guardián que abraza al gigante y lo protege del olvido y de la noche. 

Afuera de la vieja Central, el desolado escenario se asemeja al de otra película. Los pocos comerciantes de las calles adyacentes cierran las cortinas de sus negocios y abandonan el sector a toda prisa, temerosos de la inseguridad de la zona. La desolación reina dentro y fuera de la terminal. 

A mediados de 2010, el actual propietario solicitó al Ayuntamiento capitalino el cambio de uso de suelo de servicios a comercial. Aunque no tiene la intención de invertir por ahora, es casi seguro que la Central Camionera sea destruida y en su lugar se erija un centro comercial. “A veces siento nostalgia, al pasar la veo toda pintarrajeada y con los vidrios rotos, ahí pasé casi toda mi vida”, dice Esteban, quien conoció a su esposa en ese lugar. 

Las hermanas María del Carmen y Maricruz Cabrera trabajaron como cocineras en el restaurante de Don Quintín. “Cuando pasamos por ahí nos da mucha tristeza, nos acordábamos cómo andábamos en el ajetreo, ahí pasamos nuestra juventud y convivimos mucho con Don Quintín, que a pesar de que era muy recio nunca maltrató a sus empleados”, afirma la primera. 

Culmina Quintín Rodríguez Vázquez: “Sí me da añoranza, en principio no la sentí porque andaba muy ocupado, llevaba la contaduría de varias centrales del país, pero hoy la recuerdo porque ahí pasamos mucho tiempo toda la familia”. 

Luego de 40 años, el gigante languidece; sus árboles, sus pasillos y muros se tornan blanco y negro, como el recuerdo de su inauguración. La Central Plan de San Luis, otrora símbolo de la modernidad y el desarrollo de un Estado, hoy es un desolado santuario de ecos lejanos, que parece esperar pacientemente y resignado, los primeros minutos de su destrucción.
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