El Xantolo, la fiesta del día de muertos en Hidalgo La fiesta de  muertos en la huasteca hidalguense (Xantolo), sorprende por su colorido a  través de los años. En Macustepetla, Huautla, Coatlila, Huazalingo,  Huejutla y Atlapexco, la celebración es sagrada. 
Éstas son las impresiones de un (malogrado) viajero enamorado de la  luz, el sabor de la comida, la música y los panteones de esta zona.
Uno nunca la espera tan pronto. Siempre es sorpresiva. Pero ahí está,  acechando, seduciendo, llamando, escondiéndose detrás de las  apariencias, y mostrándose disfrazada en las múltiples máscaras  sonrientes que enseñan y ocultan, como las que se pone uno para bailar  en los días de fiesta.
Una tarde me tomo desprevenido, justo cuando estaba entretenido en  desordenar la rutina; distraído. Siempre sucede lo mismo cuando ocurre  cosas importantes: a uno lo pillan;como cuando te enamoras que te rodea  de golpe una luz vibrante y sopla un viento vigoroso, y no puedes dejar  de verlo y sientes como te rechinan los cimientos... y empiezas a vivir  de otra manera: empiezas a vivir y a morir.
Mi error fue no reconocerla a tiempo. Te atrae y te rechaza, te  sonríe y te cachondea el alma. Ya estás perdido, no podrás evitarla:  empiezas a morir y a vivir.
En ese momento recordé las ocasiones en que vi la luna ponerse tras  las montañas, las noche que me abandoné a la plenitud suprema, los días  que gozé hasta el limite un plato bien servido y sabroso... ¿ Logré  robarle a la vida sus placeres?
Son regalos divididos que se ofrecen ocasionalmente, y fue lo único  que pude empacar para el cambio de domicilio, con la esperanza de que no  fuera alta la tarifa por exceso de equipaje.
Cuando llegó ese momento tuve la visión de escoger el lugar adecuado:
Tianguistengo, cerca de Tlahuelompa, la capital de las campanas. Fue  un acierto el insistir. En lo alto de una montañade la Huasteca  hidalguense, frontera indescifrable con la sierra, en la cima de un nudo  volcánico donde el tiempo es húmedo, fresco, con el roció en las alas  de los insectos. En ese cementerio multicolor desde el que, en los días  claros y luminosos, se pueden ver a un costado las montañas con nieve, y  cuando me atrevo a mirar al cielo lo tengo más cerca u eso me permite  volar y flotar de vez en cuando.
Tengo una ventaja extra. Cada trece lunas llegan danzantes un poco  atolondrados pero siempre respetuosos a despertarme para cruzar al otro  lado. La nostalgia es canija.
Las mujeres hilan flores para colgarlas junta al papel picado,  preparan la comida para servirla en ollitas de barro recién cocidas,  adornan los altares con frutas tropicales y prenden las velas y el  copal.
Preparan la fiesta con esmero. Reciben primero a los chiquitos, a los  angelitos y les dan solo tamales de ajonjolí y dulces mientras les  cantan las mañanitas: “...hoy por ser día de los muertos te las cantamos  así...”.
Después llegamos a los mayores puntualmente. El camino fosforescente  está tapizado de hojas amarillas de cempasuchil, de tal manera que uno  no se extravíe... la memoria se debilita y necesita de referencias que  la refresquen.Además, la vista empieza a dejar de deslumbrarse con la  luz... uno camina, flota, siguiendo el brillo polar, el reflejo de siete  colores pandeados a punto de desvanecerse, la luz plateada de los  sueños y fantasías y la transparencia de la lluvia cuando es fina y no  se siente.
Hay otro gran auxilio: las voces que cantan sin temor las melodías que penetran suavemente con la alegría y tesón.
¡Que placer escucharlas! Es cuando uno empieza a flaquear con la nostalgia.
Voces seductoras que uno finalmente no acaba de olvidar. ¿Para que?  ¿Por qué tendría que hacerlo?, son del pasado, son carnales, son  insistentes, son bocanadas de otra vida. La música es irresistible, la  banda de metales y tambores que llaman y llaman y acaban por prender...  la fiesta esta preparada y es un gozo acudir con los otros, los que se  han quedado sin sentirlo.
Regresar y comer esos tamales, esos inmensos, gloriosos, voluptuosos  tamales (zacahuil), acompañados de chocolate con agua. Y después unos  tragos de sotol o pulque... y meterse en la fiesta, ver el recuerdo de  facciones casi desconocidas, hurgar en eso que llamaba amor y dejar que  las sombras de las nubes tracen por momentos los rasgos verdaderos sobre  esa máscara inmutables, los accidentes del viento que danzan  disfrazados y no paran hasta el día de San Andrés, a finales de  noviembre.
Cuando acabamos agotados por el baile, la danza, la música que  hipnotiza, y las ollas de comida que empiezan a aparecer con menos  frecuencia, la charla empieza a navegar por causes mas rápidos y  traicioneros, aunque más excitantes y traicioneros, aunque más  excitantes y sorpresivos. Me preguntan con frecuencia y de soslayo ¿Y,  como es la vida aquí tan cerca de Dios y tan lejos aún de los gringos?  Es un tiempo continuo, sincronizado y armónico con la sonrisa de los  niños y con la mirada de los chamanes. Es una espiral hacia fuera,  amplia, vasta; una visión panorámica sobre la selva tropical, los ríos,  las grutas, las antenas de los insectos y las orejas de las liebres.
Es una delicia platicar sin prisa y sobresaltos mayores del sabor de  la tierra, del color de la penumbra, del eco sordo de las pisadas del  ganado, de los anhelos jóvenes y desbocados, viejos y claridosos. Volver  y nunca acabar de sorprenderse de las resquebrajaduras, crujidos y  sopetones que esconden las arrugas y cicatrices... como la tierra que no  se empapa de cuando en vez.
