También en Chilac, como en cada rincón de México, año con año los difuntos se congregan en el panteón para ser complacidos con las tradiciones locales, como los armonios, las velas enfloradas y las chozas.Tiesos, resecos, tirados a pleno sol, yacen por aquí y por allá los cadáveres. Es primero de noviembre y la gente deambula agitadamente entre los cuerpos y las cabezas; los miran detenidamente, los cargan y toman algunas orejas de las que hay amontonadas en el suelo. Con rostros maquillados por la indiferencia que da la costumbre de años, cada mujer toma su cadáver y lo lleva a casa para allí, lenta y casi ceremoniosamente, devorar hasta el último gramo de su carne y de su piel... Son los otros muertos, los sin homenaje ni ofrenda, los olvidados, ¡los de la matanza! Los chivos de la famosa matanza en la vecina ciudad de Tehuacán, que por miles surten de carne a la región en una temporada que coincide con el día de Muertos.
Allá en Tehuacán, a 20 kilómetros, la gente bulle entre las flores, los panes y las velas del llamado mercado de muertos, el tianguis anual que provee de todo lo necesario para la celebración.Aquí en Chilac los preparativos son menos notorios pero no por ello menos intensos. En unas casas se hace pan, en otras arreglos florales, y en todas se preparan las ofrendas, como cada día.Tradicional en la región, el pan de burro no falta en las ofrendas, y en casas como la de la familia Leiva el horno de ladrillo no descansa un solo instante para poder surtir la demanda en estos días. Variante del pan de burro –llamado así por la manera antigua de transportarlo, no por contener algún ingrediente equino– es el pan tochi (de tochtli, “conejo”, en náhuatl). Bañado de “sangre” se mete al horno, y después de acompañar un rato al fuego tan rojo como él, se saca y ya está listo para deleitar a los difuntos: oloroso, esponjado, caliente y acaramelado.En otra casa también se trabaja y se atrapan los colores para los difuntos, pero en vez de con harina y azúcar, con plástico y papel. Se arman arreglos de coloridas flores para adornar las largas velas que compra la gente y que coloca en la ofrenda y en el sepulcro del difunto, pero sólo del que no ha cumplido un año de fallecido. Es una tradición de Chilac, con cada día menos artesanos florales y más plástico en vez de papel crepé; como ocurre con el pan, cuya roja azúcar ya no se tiñe con cochinilla.Flores que escurren color y gracia son también las de otra notable tradición que quiere extinguirse, las del traje regional de la mujer chilateca. Con un poco de chaquira y un mucho de paciencia se bordan las camisas (blusas) blancas con diversos motivos, como flores que, por cierto, dicen, no se diseñan previamente, sino que van saliendo, al momento, de la imaginación. Blusas fantásticas heredadas de madres a hijas y ya poco elaboradas; blusas que se antoja enmarcar son el alma del traje regional que se luce en los bailes y se completa con la falda de lana y el rebozo, collar de coral rojo y el sello indígena: la jícara (para tomar lapo, bebida regional de pulque y jugo de caña) y el tenate (para acarrear y guardar objetos).
Los mismos tenates, pletóricos de frutas, adornan las ofrendas de Chilac y las caracterizan, junto con las velas enfloradas, el pan de burro y las canastas de comida cubiertas con papel picado. No falta en Chilac quien entre los frutos de la cosecha coloca en la ofrenda unos ajos, el cultivo más representativo de la comunidad. De los terrenos que circundan el pueblo sale gran cantidad de ajo que se envía a otras regiones, del ajo blanco y del morado, ajos que tienen inigualable sabor.Menos común es el chile, el cual, contrariamente a lo que podría pensarse, casi no se cultiva en esta población, cuyo nombre significa “lugar de chile”, de acuerdo con una de las versiones. Otra de ellas, basada en el glifo mexica del lugar, deriva el nombre de cili, “caracol” (quizá fósiles), y ac, abundancia de algo. La tradición también habla de Ana Chilacatla como fundadora del pueblo en el siglo XVI. Chilacatla, al parecer, deriva a su vez de chili y ácatl, chile y carrizo.Se trató originalmente de una población popoloca, la cual fue conquistada por los mexicas y después por los españoles, quienes dieron el “nombre” de San Gabriel a la población de “apellido” Chilac.Hoy es una comunidad poblana, cabecera de municipio, en donde el trópico se quiere asomar con algunos cañaverales, plátanos y carrizales, con el calor intenso de la depresión natural en la que se ubica, al suroeste del valle de Tehuacán.De los cuatro barrios de San Gabriel Chilac–Tlahco, Ecatzingo, Tlaconahua y Tepeteopa– salen los chilatecos el dos de noviembre rumbo a las distintas iglesias, como la parroquia de San Gabriel Arcángel, a bendecir sus ofrendas que cargan desde sus casas; ofrendas que desde el 28 de octubre fueron dedicadas a recordar a los fallecidos en forma violenta, en accidente, y el día 31, a los muertos chiquitos, niños, quienes llegan a las 12 horas y se despiden a la misma hora del día siguiente.De la casa a la iglesia y de allí al panteón viajan las ofrendas. Un panteón que desde la noche de ese día primero comienza a entrar en actividad, con el acarreo constante de lo necesario para adornar y limpiar los sepulcros, bajo la luz de la luna.En la entrada, un grupo de hombres y mujeres en sus locales no deja de realizar su crucífera labor: vender y remozar las cruces de madera que, en gran número, se colocan en las tumbas y unifican el paisaje del camposanto; las cruces, lastimadas por la intemperie, salen del panteón en brazos de sus dueños y regresan luciendo sus filos y su resplandor dorados sobre el café de la madera.Poco a poco el panteón se convierte en el núcleo de la actividad de todo Chilac. En la mañana del día dos el flujo de flores, agua, adornos, velas y brazadas de carrizo se incrementa. Hay mucho que hacer. Hay que construir o reconstruir en el panteón las “casas” para los difuntos, con el mexicanísimo carrizo cortado en el campo como protagonista.El verde y fresco de vida desplaza al carrizo dorado por la vejez, que permaneció firme en el camposanto durante todo el año. El nuevo se ordena, se agrupa, se empareja, se anuda... hasta quedar convertido en chocita, cabañita, que da intimidad al sepulcro por cuatro de sus lados, hasta delimitar el espacio sagrado, el hogarcito en la Tierra que recibe al difunto en su día.
La mañana sigue avanzando en el campo sagrado de San Gabriel Chilac, y también la gente, que ya satura los andadores. El murmullo sube de tono en lenguas que se mezclan: las indígenas, popoloca y náhuatl; el latín de las oraciones, el español, el que prácticamente todos entienden.De momento, el silencio que ha reinado en el lugar durante un año desaparece cuando surgen a lo lejos, de un sepulcro concurrido, sonidos como de iglesia, notas que suenan a solemnidad, a antigüedad. Música para los difuntos hecha a dos manos, y a dos pies, con la imprescindible colaboración del viento. Desvencijados y maltrechos, víctimas de la crueldad del tiempo, van apareciendo en varias tumbas para su cita anual los armonios, organitos portátiles que son alimentados por el aire de un fuelle movido con los pies. Quedan pocas de estas reliquias, en manos de gente grande a la que se contrata, junto con alguna rezandera, para entonar cantos religiosos que subrayen la solemnidad del rito, el saludo respetuoso al difunto, el recordatorio de que las personas sólo mueren cuando se les olvida; y es que la vida de los muertos consiste en hallarse presentes en el espíritu de los vivos.Contratados de tumba en tumba van estos armonios, de choza en choza, donde los deudos velan junto a la ofrenda acomodada sobre el montículo mortuorio de tierra, entre los tenates fruteros, las canastas con tamales y viandas y las velas enfloradas que indican “muertito nuevo”.Para el medio día llega aún más gente al cementerio, y entonces la celebración a los difuntos alcanza su plenitud: llegan los mariachis y entrelazan sus ritmos con los de los conjuntos y con las notas de los armonios. El colorido y la algarabía ya son insuperables, la comida se asoma por todas partes... ¡es toda una fiesta, una explosión de vida! La muerte se ha transformado en vida en San Gabriel Chilac, como sólo en México suele ocurrir.
Cabecera del municipio del mismo nombre, San Gabriel Chilac se encuentra a 139 Km. de la ciudad de Puebla por la carretera federal núm. 150, a 10 Km. de la desviación que parte del kilómetro 10 del camino Tehuacán-Cuicatlán.