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La tortura de hacer un viaje en autobus



Esta historia lleva el filtro de Instagram "En el infierno".



Foto: 'Viaje a Darjeeling' (Wes Anderson, 2007)

Cuidado con lo que reservas.

06OCTUBRE2015

13:29h

Si estás haciendo ahora mismo un viaje de larga distancia en un autobús es porque eres un masoquista adicto a placeres arcanos y dementes o porque hiciste algo muy malo en otra vida y ahora lo estás pagando. Hace unos meses una amiga y yo decidimos irnos a Cádiz. Pero, oh, destino cruel, cuándo fuimos a comprar los billetes de tren ya no había. Tendríamos que viajar en autobús. Sentí un escalofrío. He hecho demasiadas veces la ruta Madrid-Cádiz por carretera para saber los peligros que acechan en ella.

Empecé a realizar este viaje a principios de los ochenta. Cuando llegaba el verano mi familia y yo tirábamos para Cádiz. En los ochenta ya existían coches grandes, con radio y aire acondicionado… Yo nunca los vi. Nosotros teníamos un Seat 133. “Bueno”, diréis, “al menos no era un Seiscientos”. No, era PEOR. El Seiscientos, aunque más pequeño y ciertamente más incómodo, tenía la mística del desarrollismo de los 60. El Seiscientos era un coche simpático. El Seat 133 sin embargo era un coche sin glamour. El Seat 133, aunque duro y resistente, era un coche sin carisma. El Seat 133 de mis padres además de no tener carisma tampoco tenía radio. Ni aire acondicionado. Y en general nada que no fuese carcasa y ruedas. Atravesar la España de 1986 con este cacharro era un desafío. Y no solo porque diese la sádica casualidad de que la canción de que aquel verano fuera 'El chiringuito' o alguna aberración similar. Ahora escuchamos esas canciones en 'Cachitos de Hierro y Cromo' y sonreímos con indulgencia. 'El chiringuito', 'La barbacoa', 'Voyage, voyage'… No sonriáis. Esas canciones eran odiosas entonces y lo siguen siendo ahora. Que la proximidad de la vejez no nos haga ser indulgentes con aquellos ritmos locos que martirizaron nuestros tiernos oídos.

Antes si viajabas, VIAJABAS. Tus padres te despertaban a las seis de la mañana. Puede que te hiciera mucha ilusión ir a la playa pero, oh, amigo, no te hacía ninguna gracia tener que levantarte cuando todavía era de noche. Pero había que hacerlo si querías salir “con la fresca”. A nadie con dos dedos de frente se le hubiese ocurrido atravesar en un Seat 133 sin radio ni aire acondicionado La Mancha en agosto… salvo a mis padres. A finales de los ochenta, pasamos del honrado y austero Seat 133 blanco a un Seat Ritmo marrón. El Ritmo tampoco tenía aire acondicionado pero al menos, ¡albricias!, tenía radio. He dicho radio, no cassette. El cassette no funcionaba. Me quedé siempre con las ganas de escuchar mi cinta de 'Bad' de Michael Jackson en aquel coche. Menos mal que mi madre sintonizaba siempre Radio 80 Serie Oro, por entonces un pedazo de emisora que se dedicaba a radiar todo el rato clásicos de los 50, 60 y 70.

Atravesar los desoladoras planicies manchegas mientras escuchaba 'Good Vibrations' de los Beach Boys se convertía en algo surrealista. Los alegres muchachos californianos hablaban de chicas rubias en bikinis caminando por soleadas playas californianas mientras yo veía, a través de la ventanilla, un paisaje lunar y apocalíptico en el que las únicas notas de vida las daban las ocasionales fondas manchegas con forma de molino que anunciaban “Queso y Vino” a granel y que aparecían de vez en cuando a un lado y al otro de la carretera. Y todavía quedaba Despeñaperros… con sus carreteras de dos sentidos. Un carril para aquí y otro carril para allá. Nueve horas después: destrozado, acalorado, deshidratado… pero también un poco más maduro, llegabas a Cádiz.

Las estaciones de autobús son sitios terribles y deshumanizados. Todo el que coge un autobús, digámoslo ya, sabe que está fracasando en la vida. Las estaciones de autobús siempre están llenas de gente con aspecto de venir de o ir a la vendimia. No hay esperanza en los ojos de las personas que esperan en las estaciones de autobuses. No hay la alegre camaradería de los pasajeros que esperan en la sala de embarque de un aeropuerto. Tampoco la actitud decimonónica, un poco fin de siécle, de aquellos que viajan en tren. Te imaginas perfectamente a Benedict Cumberbacht y Martin Freeman viajando en el AVE Madrid-Palencia. Intenta imaginártelos en Méndez Álvaro, anda.

Otra cosa que me perturba de las estaciones de autobuses es que siempre hay gente durmiendo aquí y allá en posiciones inverosímiles. ¿Qué lleva a un adulto en sus cabales a quedarse dormido en una estación de autobús? ¿Ha ido demasiado pronto a la estación?¿Por qué? ¿Es que no tiene otro lugar dónde esperar a que llegue la hora en la que sale su autobús? No sé… ¿Su casa? Luego está el tema de las maletas. Una de las cosas más estresante de esta vida es meter tus maletas en el maletero de un autobús. Qué tensión, chico. Si las metes demasiado pronto estás en un sin vivir pensando que te las van a quitar. Por otro lado, si las metes demasiado tarde corres el riesgo de quedarte sin sitio.

¿Por qué nos da esta paranoia siempre con las maletas cuándo vamos a coger un autobús? ¿Os imagináis que al coger un avión nos quedásemos en la pista vigilando que nadie se lleve nuestras maletas? No, claro que no. Lo hacemos en las estaciones de autobuses porque sabemos que allí no hay nadie bueno. Intuimos que allí solo hay gente maltratada por la vida. Gente que no tiene nada que perder. Gente dispuesta a arriesgarlo todo por arrebatarte esa camiseta de cinco euros.

¿Y qué me decís de las paradas? Cada vez que el autobús se detiene, hala, todos a mirar como posesos por la ventanilla, no sea que se lleven nuestras maletas. Te tiras diez minutos con el cuello contorsionado. Maldices al conductor. ¿Por qué no baja de una vez la maldita compuerta? ¿A que está esperando? Pasan otros diez minutos y te pones paranoico. ¿Y si existe una mafia de conductores de autobús compinchada con los ladrones de maletas? ¡Tiene sentido! No estás loco. Coges el martillito ridículo que hay para romper la ventana de emergencia en caso de ídem y te levantas para defender lo que es tuyo. Entonces… el conductor baja la compuerta. Te tranquilizas. Pero solo un poco. Durante la parada había un par de ángulos muertos que no podías controlar bien. Mira que si te han birlado las maletas... Tu amiga te quita el martillito, te obliga a sentarte y te dice que dejes de dejarla en ridículo. Pero no la oyes. En realidad no oyes nada. Es imposible. El sonido de las balas trazadoras y los gritos balbuceantes de Stallone te lo impiden. El encargado de elegir las películas del autobús, ese sádico, ha decidido que un plan doble formado por 'Demolition Man' y 'Juez Dredd' es la mejor de las opciones para un viaje tan largo. Y el conductor, otro sádico, ha decidido que los auriculares de los reposabrazos son un invento innecesario y que es mucho mejor que los ridículos diálogos de la película suenen por los altavoces para que todo el mundo los disfrute.

Menos mal que el viaje solo dura nueve horas. Estás pensando en lo feliz que estarías ahora mismo en la cafetería del tren ALVIA, pagando noventa y ocho euros por una baguette congelada de queso brie y bacon, cuándo el autobús se detiene en una estación de servicio con pinta de estar gestionada por Norman Bates. “¡Paramos veinte minutos!” grita el conductor. Todos los pasajeros salimos en estampida al exterior. Bueno, todos no. Siempre hay alguien que se queda dentro. Un loco o un héroe solitario que decide que no merece la pena abandonar el paraíso en el que lleva cinco horas instalado. Se queda en su asiento, mirándonos a los demás por la ventanilla con gesto hosco, mientras nos encaminamos como zombis al interior de la cafetería.

Allí nos esperan unos deliciosos bocadillos plastificados que comemos fuera, en la terraza, observando a los ancianos del asilo de enfrente. Los cuidadores los han sacado para que les dé el sol. Miro a mi alrededor. El típico pueblo manchego en medio de la nada. Al lado la autovía. Y enfrente un asilo. Para los ancianos del asilo nosotros somos la atracción. Uno de ellos, un anciano calvo en silla de ruedas, me saluda con la mano. Le devuelvo el saludo. Y me deprimo. En el tren no ves estas cosas. Todo pasa a demasiada velocidad.

Os termináis los bocadillos y poco a poco empezáis a arremolinaros todos en torno al autobús. Y es que otra de las paranoias de viajar en autobús es que si no estás al loro este se va a ir sin ti. Por fin vuelve el conductor. Abre las puertas. Subís. Ánimo, piensas, solo quedan cuatro horas más. Diez minutos después tu amiga necesita ir al baño. Se lo desaconsejas. En el “baño” del autobús tiene que haber horrores que es mejor no conocer. Pero la insensata no te hace caso y baja. Cuando vuelve sabes que ha cambiado para siempre. Lo notas en sus ojos. Sabes que se ha enfrentado al espanto y que su psique no ha sobrevivido. Se sienta a tu lado. No quiere hablar. Se ha sydbarretizado. Miras al frente. Tú tampoco quieres hablar. Intentas dormir. Pero no puedes. El gordo del asiento de enfrente echa el asiento para atrás y aplasta tus rodillas. Siempre es un gordo el que está delante, nunca es la chica de tus sueños. Sacas el móvil y haces una foto. La cuelgas en instagram. Echas de menos el filtro “EN EL INFIERNO”.

Por fin, eones después, con el cuerpo y el alma destruidos, llegáis a vuestro destino. Has sobrevivido pero has perdido la fe en el ser humano. Este viaje te ha convertido en otra persona. Una más desconfiada y más insegura. Te prometes no volver a repetir esto en tu vida. Entonces piensas en que todavía te queda la vuelta.

Pero vamos, que por lo demás bien.
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